Ayer teníamos una reunión con MYCKET, un colectivo arquitectónico que escapa de las normas en un sentido amplio. Las normas del sistema, las normas de la identidad, las normas del trabajo, las normas con nuestros cuerpos.
MYCKET (Mariana Alves, Katarina Bonnevier y Thérèse Kristiansson) hablaban y en ningún momento utilizaban la palabra ”persona”, todo era cuerpos. Distintas tipologías de cuerpos en relación a lugares y situaciones.
Cuerpos en movimiento, cuerpos en proceso, cuerpos en tiempo, cuerpos en contacto y la arquitectura como situación en la que lo importante se desarrolla no entre paredes sino entre cuerpos.
Cuerpos como contexto en el que comprender la historia. Y, al recordar ese momento que conlleva el estar hablando apasionadamente de algo, aparece de nuevo una fotografía de Catherine Opie (Cutting, 1993) en la que una de esas historias invisibilizadas se convierte en sangre en una espalda.
Una historia en la que los personajes principales son “equivocados”. Y duelen, y sí, es sangre. Pero aquí están y son también la proyección de un deseo: Una pareja feliz pero que han dejado lo de hombre y mujer atrás.
Personajes en un dibujo de trazo infantil cortado en un cuerpo que se aleja en buena medida de lo normativo. Un dibujo en el que siguen existiendo los mismos elementos de definición social y su representación adquirida –la casa, el sol, la nube, la pareja- pero siendo conscientes de que algo ha cambiado.
Un cambio siempre implica una herida y las heridas hablan de los límites, de las imposibilidades, de la memoria que permanece en superficie y algo más allá.
Memoria y activadores de memoria: Recuerdo la fotografía de Opie en exposición en las salas del MACBA como parte de la exposición realizada con los fondos del Whitney. Año 1996.
En la reunión, MYCKET hablaban de uno de sus proyectos en relación a los cuerpos y los espacios cargados de significado. Siguiendo la estela de una voluntad de escribir otro tipo de historia, MYCKET se acercan a situaciones que son importantes pero que no se narran como tal.
Situaciones compartidas y en las que la carga emocional implica la definición de quiénes somos. Situaciones como ese club en el que estás bailando y los cuerpos sudan y la temperatura es alarmantemente alta y la música dirige los gestos, ese club en el que las distancias son otras y los movimientos son casi una continuidad de lenguajes a descifrar.
Esos clubs que están fuera de una historia construida lo más lejos posible de las emociones a pequeña escala. La Historia en mayúsculas, ese receptáculo donde el control en formas y contenidos ha conllevado una tipología de construcción de identidad y realidad.
Bien, pues resulta que uno de esos clubs con los que MYCKET quiere trabajar es un club LGBTQ en Uganda. Un club que cerró durante 2011 frente a una situación social inasumible en la que el asesinato de toda persona que estuviera fuera de la norma sexual, fuera del cuerpo habitual, pasó a ser algo aceptado.
¿Qué hacer entonces? ¿Tiene sentido recuperar un club que no puede existir? ¿Qué interesa de ese momento de posibilidad en un espacio cerrado frente a la imposibilidad en una esfera pública social? ¿De qué temporalidad estamos hablando? ¿De qué cuerpos hablamos? ¿Qué queda de esos cuerpos? ¿Qué rastros hay?
MYCKET decide trabajar con las emociones y no buscar reproducir exactamente ese club sino intentar ser conscientes de la distancia temporal y de la imposibilidad de la repetición.
El momento pasa a ser una re-visitación de otro momento, un homenaje, un diálogo asincrónico. Las luchas y el dolor, las ausencias y las presencias, las fronteras de los cuerpos y su fragilidad. Sin olvidar sentir la situación.
En las luchas y en las heridas, en las marcas y en las magulladuras aparece ese lenguaje que se escribe e inscribe en la piel. Rastros que permanecen más allá de la situación, ecos que pueden activarse si fuera necesario.
Pero seguimos hablando de superficie cuando hay más entradas en el cuerpo: Rosi Braidotti abandonando muchos de los criterios comunes para irse hacia lo micro, Karen Barad acercándose a una idea de corte y contacto desde dentro, tocar no para diferenciar cuerpos sino para devenir cuerpo, masa, gesto, tiempo, acción.
Cuerpo que es movimiento, movimiento que es identidad, identidad que es posicionamiento político, posicionamiento que es un sistema de ampliación de lo lingüístico. Y volver al principio para, precisamente, superar una construcción cíclica que conlleva ser consciente del siguiente paso. Los cuerpos están, en este momento, a la deriva. Y en la deriva desaparece el guión, la pauta, el camino.
Cuerpos sin destino y con pasado tambaleante, gestos que pasan a ser puro presente pero que desean asumir algo más. La posible performatividad del cuerpo como esa otra entrada que, con tiempo, podría convertirse en una construcción de historia.
Una historia sin mediación, una historia desde el desmontar, una historia absolutamente política desde la pequeñez y la explosión. Y su rastro, un rastro frágil a conservar mediante el deseo, un rastro a sentir, a revivir.
Un rastro físico, un comprender el cuerpo como sus gestos, sus movimientos, sus pausas y como un delay perdido en posibilidades unas encima de las otras. Los gestos de Ana Mendieta, los gestos de Felix Gonzalez-Torres, de Kathy Acker.
Los gestos que se mantienen entre un respiro y una longitud de tiempo infinita. Y frágiles, como los cuerpos, como su deseo, su desaparición.
Un día después de la reunión con MYCKET veo, una vez más, esa enorme pantalla de LEDS que hay dentro de una tienda de H&M. Son unos 5 metros en vertical de pantalla con esa luz que ha dejado atrás la proyección para pasar a ser un encuentro físico.
Cuerpos enormes y brillantes, no ya esa fragilidad sino potencia. En gesto, en movimiento, en tiempo, en acción. Y la única opción es abrazar los cuerpos y dejarse aniquilar por su luz.