“(…) yo me quedo con las casas donde he sido feliz, donde he asistido a la belleza, a la bondad, donde he vivido plenamente. Guardo la fisonomía de las habitaciones como si fueran rostros; vuelvo a ellas con la imaginación, subo escaleras, toco puertas y contemplo cuadros. Yo no sé si los hombres son demasiado ingratos con las cosas, o si en mi gratitud hacia ellas hay algo de neurosis. El hecho es que amo los recintos donde he encontrado un minuto de paz; no los olvido nunca, los llevo conmigo y conozco su esencia íntima, el misterio ansioso por revelarse que habita en toda pared, en todo mueble. (…) (Yo me explico los fantasmas: ¿cómo no regresar de la muerte, algunas veces, a visitar las casas queridas? ¿Cómo no acariciar las colgaduras, entornar las puertas de los armarios, asistir al lago de los espejos, entreabrir el aire de los aparadores? Yo seré un fantasma incansable, alguna vez (…)”
Julio Cortázar, Carta a Lucienne y Marcelle Duprat, 19 de abril de 1940
No hay nada más íntimo que los recuerdos, y cada uno tiene su manera de “archivarlos”. Hay quien se acuerda con mucha precisión de las fechas, quien se ayuda pensando en las relaciones sentimentales que ha tenido, quien procede por etapas de estudio o de trabajo. Cuando leí el libro “Diario de invierno” de Paul Auster encontré muy interesante la idea de escribir una larga lista comentada de las 21 habitaciones en las que había vivido a lo largo de su vida, utilizándolas como ocasión para recopilar sus memorias. Gracias a este recurso narrativo, que podría parecer un poco aburrido, empaticé mucho con ese texto, ya que tengo una verdadera obsesión hacia los espacios y los objetos.
Siempre me han fascinado estos dos elementos, las casas y las cosas: he fotografiados muchas y he escrito de ellas varias veces.Me encantan las descripciones de las habitaciones, las imágenes de la intimidad de un cuarto, los reflejos de la luz sobre una copa, las manchas de humedad en las paredes.Una de mis aficiones es la de mirar los anuncios de alquileres de viviendas, aunque no quiera en absoluto moverme de mi piso; uno de los placeres más grandes de un viaje en coche o en tren consiste, para mí, en espiar a través de las ventanillas las casas que cruzo en el camino, imaginando vidas enteras a partir de unas prendas tendida, del color de la luz anaranjada que procede de una habitación en la oscuridad.
Tal vez será por esto que uno de mis fotógrafos preferidos es Todd Hido, el maestro del “voyeurismo inmobiliario”. Sus casas aisladas, fotografiadas en la niebla, rodeadas de la nieve o de la nada, caracterizadas por sus ventanas iluminadas, crean micro-cuentos poderosos, de ambiguas atmósferas, no solo sobre los edificios en sí mismos, sino también sobre el ser humano.Y es justamente la ambigüedad la herramienta más apreciada por el artista en el proceso creativo.Parece ser que su atracción para este tipo de fotografìa se despertó visitando una exposición, “The Pleasures and Terrors of Domestic Comfort” (MoMa, 1991), que exploraba, a través del medio fotográfico, los espacios y los rituales de la experiencia doméstica.
Me parece un título brillante para describir la ambivalencia del hogar, escenario tanto de momentos familiares y cálidos como de episodios dramáticos e inenarrables, lugar de encuentro de los seres queridos pero también de conflictos, de alienación, de soledad.Según el fotógrafo, el ambiente físico en el cual hemos crecido nos condiciona a nivel muy profundo: incluso las superficies de los pisos de nuestras infancias – tapicerías, moquetas, papeles de pared, revestimientos – se quedan en nuestros subconsciente para siempre.
” (…) One detail can carry you back to the past and elicit memories. I think there’s something profound about how that happens. A picture is not contained by its frame. The space we exist in within the home is incredibly important (…)”
Capitulo “Surface Memories” del libro “On Landscapes, Interiors and Nude” (aperture), por Todd Hido
Creo que los objetos, las habitaciones, las superficies, hablan un idioma transversal y empático, y que son capaces de construir un lenguaje alternativo casi universal.
Hay el riesgo que en la fotografía contemporánea algunos elementos se conviertan en lugares comunes vacíos: la imagen de una cama deshecha es un perfecto ejemplo, un topos fotográfico en el que yo también he tropezado varias veces – la vieja metáfora de una relación acabada, o de la sexualidad, o de la pérdida…
Lo que en cambio me fascina es la simbología privada del fotógrafo, el concepto que relaciona con objetos determinados: algunas veces este proceso de atribución de significado permanece inasequible mientras que otras el público puede aprovechar de una conexión inmediata, gracias a una especie de memoria colectiva de las “cosas”.Gran parte de la fuerza de una fotografía tiene que ver con lo que no aparece en ella y en las imágenes de las casas y de las cosas mucho se deja a la imaginación – allí es donde reside su gran poder evocador.
En la historia de la fotografía los objetos se han utilizado mucho como hilo conductor de proyectos ambiciosos: basta con pensar en las banderas de Los Americanos de Robert Frank o en las camas abandonadas de “Sleeping by the Mississipi” de Alec Soth.Del mismo autor hay una célebre imagen que me encanta, que forma parte de la serie “Niagara”, que habla del amor y del deseo, pero también de la muerte: dos toallas en forma de cisnes en la habitación de un motel, cuyos picos, tocándose, forman a su vez un corazón, símbolo recurrente del proyecto fotográfico.
Los objetos de las habitaciones de los moteles son interesantes porque la intimidad que se puede crear con ellos es solo provisional: se trata de cosas ajenas utilizadas por muchas personas, pertenecientes a nadie y a todos a la vez. Transmiten una sensación contradictoria que me fascina.
En algunos de mis proyectos fotográficos más íntimos los objetos tienen mucha importancia.
En el 2011 mi maestro de fotografía de aquél entonces me dijo que tendría que ir a Palestina para enfrentarme nada menos que con la “historia de la humanidad”. Fue un viaje intenso, pero cuatro semanas no fueron suficientes para profundizar ningún aspecto. El resultado fotográfico fue una colección de imágenes en blanco y negro de situaciones, personas, paisajes, manifestaciones, y algunas (pocas) fotos a color que representan mi vida diaria dentro del piso que compartía con una fotógrafa llamada Loulou y de los momentos informales de aquella época, como los paseos y las visitas turísticas.Si ahora me preguntaran cual es la imagen más vívida de aquella estancia, sin duda respondería que la pared turquesa de la cocina de Loulou. Aquél viejo piso fue mi primer punto de contacto con un territorio tan complejo y también – aunque suene raro – el más profundo.
Desde la galería acristalada y destrozada con vista a la Jerusalem antigua me acerqué a mis preguntas profesionales, a mis miedos, a mis dudas. Digamos que me espejé en aquellas ventanas.Y es curioso, porque en el mundo de la fotografía recurren muy a menudo las palabras “ventana” y “espejo”.
Desde siempre he vivido con mucha intensidad la contraposición entre “el adentro” y “el afuera”.Cuando me mudé a Barcelona viví una época de gran entusiasmo, a la que siguió otra de adaptación en la cual me di cuenta de todo lo que había dejado atrás, de todo lo que había cambiado en mi vida. Pasé muchos días encerrada en casa, fotografiándola. Era verano, estaba sola, tenía poco trabajo, prácticamente hablaba solo con las cucarachas que compartían conmigo las baldosas del baño y de la cocina. Por primera vez intenté utilizar la técnica del objeto recurrente y simbólico, en ese caso un pájaro. Fue en aquél entonces que surgió “El nido vacío”, un diario visual sobre el concepto de “distancia”, tan geográfica como emocional. Empezaba a dejar espacio a las atmósferas, a mi simbología más íntima.
Pero fue con el proyecto “The last summer” que por fin di rienda suelta a mis obsesiones, enfocando mi lente en un espacio físico concreto – una casa de campo – que también es un espacio emotivo: el lugar donde pasaba los veranos de niña, con mis abuelos, mis padres, mis tíos y mis primos. Y, aún antes, donde había vivido mi tía abuela, perfectamente sola y, por lo que me han contado, perfectamente feliz.La casa se quedó en estado de abandono durante muchos años y fue hace poco que volvió a ser pisada por humanos cada mes de agosto.Todo ha permanecido igual a pesar de las décadas, y al mismo tiempo nada es lo mismo.
Es una lucha constante en contra de la decadencia, un baile con los fantasmas, un continuo cruzarse con el pasado, con lo que ya no existe…Por eso la defino un “sanctum”, un lugar sagrado donde parece que el “ahora” no logre instalarse.En las imágenes están presentes, o por lo menos esta era mi intención, tanto los vivos como los muertos.Fue un largo proceso que aún sigue en marcha, y que pasó a través de una fase de catalogación de todas las cosas que yo relacionaba con aquel lugar (objetos, plantas, manchas de humedad, páginas de libros…).
La atmósfera que intento evocar es ambigua, como mi relación con el pasado, con mi familia, con un genérico sentido de pertenencia.
Recientemente se ha puesto muy de moda el concepto danés de “hygge”, que más o menos corresponde a “sentarse frente a la chimenea en una noche fría, vestido con un grueso suéter de lana mientras bebes un vino caliente y acaricias a tu perro echado a tu lado” y cuya etimología resulta controvertida. Parece que el término surgió de una palabra noruega que significa “bienestar”, pero podría también proceder de la palabra nórdica hygga, o sea “consolar”, que me parece más interesante.Porque aunque no crea que sea necesario aislarse para encontrarse, sí creo que haya mucho consuelo en los objetos queridos, en las paredes que protegen, en la única parte del mundo que puedes domesticar.
A veces la casa no representa un límite, una jaula, ni la patria del individualismo exasperado, sino un sitio donde cultivar la última frontera de la intimidad: el diálogo interior con uno mismo.
” Y si no puedes la vida que quieres/ al menos intenta esto/ tanto como puedas:/ no la envilezcas en el contacto excesivo con la gente/ en las charlas inútiles, en los movimientos frenéticos. / No la deshonres arrastrándola por doquier muy a menudo/ llevándola a merced de lo cotidiano/ en el juego de desperdicio de las reuniones y de los encuentros/ hasta que se convierta en una repugnante desconocida”
Costantino Cavafis (Alejandria, Egipto, 1863)