Una de las primeras referencias al paraíso y la que mejor se conoce en los países de influencia hebrea y cristiana es el Edén, ese lugar bello, lleno de inocencia y abundancia donde vivían Adán y Eva, criaturas de Dios y míticos progenitores de toda la humanidad. De ese lugar, lo único que sabemos a ciencia cierta es que no existió jamás. Sin embargo, la tradición hebrea y la cristiana, por ceñirme a las que más potenciaron ese relato fundacional, se apropiaron de él de formas radicalmente distintas. Vale la pena comprender de qué modo esas diferencias influyen nuestra cosmovisión, por ejemplo respecto al arte y la muerte y concretamente al estatuto de la fotografía.
Una de mis premisas en cuanto performer o artista de acción es la incompletud, ya sea la de un proceso personal inacabado o la de algo que, desde la realidad externa, me llama a la acción. Esa acción no pretende representar sino rescatar el presente. La performance es ante todo un conjunto de prácticas que proporcionan la posibilidad de un evento y una conclusión – que puede ser un cambio decisivo, una nueva crisis. Esto no siempre ocurre. Adán y Eva intentaron completar la prohibición de comer del fruto del árbol del conocimiento, pero la completaron subvirtiéndola, desafiando al orden.
Subvertir, desmoralizar e incluso destruir y matar son también formas de completar. Sino recordemos aquél ambicioso propósito de Hitler, gran performer desde la psicosis: aniquilar el pueblo judío, aquél que justamente se centra en el mundo de las cosas visibles, las que podemos conocer. El éxito de la violenta evangelización cristiana demuestra que inocular miedos y expectativas irracionales – infierno, paraíso – es una excelente forma de sometimiento. Efectivamente, la metafísica y el totalitarismo acuden a lo que no tiene existencia real y no puede comprobarse – Dios, la nación, la raza, el género – para someter aquello que sí la tiene: los cuerpos físicos, humanos y no humanos.
En la performance “La Era de Acuario”, quise dar visibilidad a la distopia en la que ya estamos viviendo al convivir durante seis horas con un pulpo muerto. Esa anti-arca de Noé permitió confrontar los testigos de la acción con la actitud depredadora que nos condena – ella, no Dios – a la imposibilidad de cualquier paraíso terrenal. En una visión física, que no metafísica, del mundo, el paraíso sería solamente un lugar donde esperar la muerte de la forma más feliz y justa posible, puesto que la muerte es el límite de lo que objetivamente podemos conocer.
En la acción “Sodio” volví a exponer la distopia con tan solo una cámara fotográfica por testigo. Ese proyecto, elaborado a lo largo de meses de correspondencia y encuentros con el fotógrafo Toni Payan, se llevó a cabo entre La Casa del Caracolero y La Casa del Herrero, dos residencias artísticas en pleno desierto de Aragón, lugares donde no quedan apenas gente ni árboles frutales o animales. No pretendo que ese lugar sea representativo pero sí hacerlo presente desde la percepción de que el mundo que conocemos llega a su fin. En su realidad apocalíptica, terminal, recreamos el paraíso que nunca pudo ser, como ya insinuaba el mito de Adán y Eva; y no pudo ser no tanto por comer un fruto prohibido sino por haber creído que la prohibición viene de alguna voz sin rostro, ya sea divina, policial, o de un gobierno.
Siguiendo a Jacques Lacan, quien entiende que lo Real no tiene ley u orden – ordenar es cosa de lo Simbólico –, podemos decir que las leyes interpretan como prohibición aquello que en lo Real es un imposible. Por eso no sorprende que un grupo de pensadores reunidos en Oslo por el premio Nobel Elie Wiesel hayan concluido que el contrario del odio no es el amor sino la ley. En el paraíso, la ley sirve para ordenar un goce que de otro modo quedaría excesivamente disperso; pero la tentación de atribuir la autoridad de la ley a una figura invisible y no a nuestros acuerdos de realidad desencadena inmediatamente un mecanismo de destrucción.
Las fotografías de “Sodio” remiten al clasicismo del bodegón, que sostiene la tensión entre la vida palpitante en mi relación con la gallina y el gallo y la muerte a la que condenamos esos y millones de otros animales para comerlos. En la mayoría de casos, ni siquiera asumimos la tarea de verdugos en ese holocausto que preferimos negar; la delegamos en obreros cuyo trabajo se invisibiliza de forma premeditada tras los mataderos y las bandejas de carne procesada. Este es un pecado carnal real. No tiene que ver con ninguna moral sexual sino con renunciar a aquello que nos hace tener cuerpo y ser conscientes de ello, que es la inteligencia, en alemán Geist, el espíritu. Somos espíritus dotados de carne en el decir de Fabrice Hadjadj, pero la carne ha asfixiado la inteligencia, y la muerte se ha instalado como ley y normalidad.
Ese pecado o caída del paraíso no señala ningún paraíso posible, futuro o pretérito. La localización no es un estudio sino un gallinero habitado por un gallo y ocho gallinas de las que selecciono y nombro a una, repitiendo el mítico gesto adámico de nombrar, singularizando cada relación entre lo humano y lo animal. Los demás elementos son también investidos como símbolos no tanto por su poder representativo sino por mi relación con ellos y hacia ellos, y por el estatuto casi ritual que alcanzaron para mí; entre ellos, las Confesiones de una máscara, canto a un Japón que Yukio Mishima siguió añorando hasta rematar su vida a través del ritual samurái del sepukku, un Diccionario de Filosofía, cementerio intelectual de papel, y Els xuetes de Mallorca, importante estudio de Baruch Braunstein para entender la virulencia de la persecución a los judíos en aquella isla balear, y la permanencia de un estigma que sigue vigente a día de hoy. El prejuicio acerca del supuesto apego al dinero por parte del judío – o del catalán – dice mucho más acerca de un proselitismo cristiano que persiguió, durante siglos, el pensamiento materialista bien entendido como inspirador del movimiento ecológico. El ahorro se distorsiona como codicia y el reciclaje como un tic primermundista para así relativizar la prioridad de acción sobre un cambio climático que parece imposible frenar.
Esa performance se llama “Sodio” en dudoso honor a las pastillas de caldo de gallina que mi madre sumergía en el agua de cocer el arroz. La sal se utiliza tanto para conservar y dar sabor como para matar y esterilizar, y en ella descubro un objeto ambivalente, al igual que la fotografía, escritura de luz que permite iluminar la sombra de lo real, y que el paraíso, referente mítico de un inicio siempre denegado por nuestro afán de crecer, consumir, disfrutar. Esa misma sed de goce nos conduce a la pérdida de cualquier posibilidad de paraíso o de “tikkun olam” (reparación del mundo) de la tradición hebrea.
La fotografía no puede captar toda la ausencia de paraíso pero a veces, como en ese misterioso desafío entre el gallo sin nombre y yo, es quizás el único testigo capaz de resistir, algún tiempo, al genocidio de la memoria.