Se restriega las manos por la falda para secarse el sudor, de pie frente a la escultura de Aizenberg, mientras piensa con desazón que ese torso no le recuerda para nada a su hija. Llora. Despacio, se acerca a la pared longitudinal donde cuelgan las fotos de las víctimas de la dictadura, pasea los ojos por ellas y, de repente, se detiene frente a la de una chica de pelo enmarañado y mirada profunda. Roza con sus dedos ese reflejo de la cara de su hija, y lee detenidamente su nombre y la fecha de su desaparición. Como si fuera la primera vez. Vuelve a llorar. Se aprieta el pañuelo blanco contra el viento que se ha levantado y se marcha, huye, de ese lugar llamado Parque de la Memoria. Porque la memoria es un arma cargada de futuro; no es un ancla en el pasado. A ella le da igual si las Madres se niegan a que los nombres de sus hijos aparezcan inscritos en un monumento que va a ser construido por los mismos políticos que perdonaron a los asesinos. Ella seguirá viniendo al parque.
Es 1977, y las Abuelas, semanalmente, hacen la ronda del jueves en la Plaza de Mayo, alrededor de la Pirámide. Llevan pancartas con las fotos de sus hijos desaparecidos; de sus nietos robados, no conservan nada. Sin tener ni siquiera la seguridad de si han nacido, ellas buscan niños sin nombre, sin sexo, sin rostro. A veces, en la Plaza, hay quien les pasa con disimulo un papel donde está escrito: “Es un matrimonio que nunca tuvo hijos y que ahora tiene un bebé” Entonces, se las idean para poder acceder a esa casa: a veces promocionando productos para bebés; a veces ofreciéndose como nurses; a veces, simplemente, montando guardia desde la calle.
Argentina vivió bajo el “Proceso de Reorganización Nacional” durante 7 largos años. En aquella época, se hizo famosa por una frase acuñada por la clase media, el “yo no sabía nada”, negando tener conocimiento sobre la extensión del terrorismo de Estado y la subterránea represión perpetrada. Así, el mirar hacia otro lado se generalizó como la respuesta demandada por todas aquellas personas que seguían esperando poder recuperar a sus familiares. Espera en vano. Silencio cómplice. Ministerios, cuarteles, comisarías, iglesias y hospitales aparentando vivir en la ignorancia.
Desaparecerles, ese era el objetivo; que no quedara ni un cuerpo que poder ritualizar en una despedida. Favorecer la locura de la búsqueda de esos cuerpos. Como si se pudiera matar la muerte.
En estos casos, el objetivo de la memoria no es, exclusivamente, la reparación. De hecho, ésta es prácticamente utópica, pues los cuerpos sin vida no pueden ser restablecidos, ni el dolor causado podrá desaparecer jamás. Más bien se trata de alcanzar un compromiso, un pacto tácito en el que se aúne la restitución de los derechos de las víctimas, el establecimiento de las políticas para enfrentar las consecuencias de las violaciones de los derechos humanos, y la creación de mecanismos para ayudar a las personas dañadas.
Por ello, cualquier testimonio, tanto directo como colateral, juega entonces un papel fundamental, no sólo desde la perspectiva jurídica, sino también de la psicosocial, para romper el silencio y colaborar en la reconstrucción de las vidas despojadas de la libertad de ser vividas. Para el caso del pueblo argentino, la memoria ha ido atravesando diferentes periodos, en los que ha madurado y se ha consolidado, empezando a ser apreciado su valor por parte de la sociedad.
La primera etapa, la de la post-dictadura, fue caracterizada como la del “show del horror”, por la rápida mediatización de la dictadura: había que reconstruir, como fotografías nítidas, el qué había sido, con la máxima cantidad de detalles posibles. También fue la etapa en la que germinó el género discursivo del testimonio, tanto de las víctimas supervivientes, como de los familiares, testigos, allegados…
En un segundo momento, con el Nunca Más se demandó la aparición de la justicia, convirtiéndose el juicio a las juntas en un hito único en la historia de América latina. Lo testimonial se unía así a lo reivindicativo, a una verdadera lucha política, de movilización callejera, de ideas, de expresiones artísticas…
Por último, en el largo devenir de los 90, con el cumplimiento de los veinte años del golpe y su posteridad, la memoria se implanta como pugna contra el acostumbramiento. Con el distanciamiento de los hechos y con la experiencia ganada, la tendencia testimonial se va tornando en desafiante, inquisitiva, decidida a interrogar no sólo desde la perspectiva de las víctimas sino también desde la política a partir del lugar protagónico de los militantes, en un combate por ideas y por otro mundo diferente al de la injusticia y la inequidad.
Surgieron así variaciones biográficas del testimonio, experiencias ficcionales y autoficcionales, recogidas por el cine, la literatura, las artes visuales y el teatro; y se inició la práctica de los debates encarnizados por el sentido de los hechos, críticas y autocríticas sobre los procedimientos de uno y otro bando. Ahora, al reconstruir la memoria social se estaba empezando a conceder espacio a la “memoria de los otros”.
Explicaba Galeano que la experiencia individual de cada persona es la pequeña llama que iría encendiendo otras, también pequeñas, que se unirían entre sí, construyendo un fuego mayor y más potente. Las memorias, en plural, son necesarias para poder desandar el presente y retornar al pasado, en un esfuerzo de autorreflexión y de análisis causalístico generalizado que ayude a conformar el camino hacia un futuro divergente. No hay futuro sin memoria, la historia en sí misma es memoria futurible.
El Subcomandante Marcos, en su carta a Argentina en conmemoración de los 25 años del golpe de Estado de Videla, escribió: “La memoria es una de las siete guías que el corazón humano tiene para andar sus pasos. Las otras seis son la verdad, la vergüenza, la consecuencia, la honestidad, el respeto a uno mismo y al otro, y el amor”
Igualmente, hay que agradecer a las Abuelas su notable colaboración con el campo de la genética: impulsaron nuevos descubrimientos científicos, como el llamado “índice de abuelidad” para determinar el parentesco a partir de las pruebas genéticas, aún contando con la ausencia de la generación intermedia. Dicho adelanto fue considerado como prueba válida por la justicia.
Estas mismas técnicas desarrolladas por los científicos para identificar a los niños desaparecidos fueron usadas más tarde en países como Bosnia, Croacia, Etiopía y Ruanda para determinar la identidad de individuos muertos durante los genocidios respectivos.