“…tenía hombres intentando tomar fotos bajo mi falda y llamándome puta todo el tiempo o escupiendome, intentando obtener una reacción del hombre que me acompañaba, porque así la foto valdría cuatro veces más.”
Así relata la actriz Keira Knightley sus primeros años como celebridad, luego de obtener fama mundial con la película Piratas del Caribe, por esos días tenía unos 18 años.
El estatus de celebridad supone desafíos que no son negociables, el traslado de lo privado a lo público, la cacería constante del paparazzi. Se elaboran cuentos fantasiosos, primero se erige una idea glamurosa que se vende como ideal y luego los mismos que crean esa ficción se dedican a desarmarla, para quien compra una revista celebridades es atractivo ver a su actriz favorita en un momento de gloria, pero lo que es irresistible es verla caer. En la búsqueda de la foto más costosa el desafío de los tabloides es mayor, las imágenes deben ser más crudas para triunfar entre las que circulan en las redes sociales, considerando que todos somos paparazzos potenciales al tener una cámara en el móvil.
El mercado es increíblemente lucrativo, la revista estadounidense People y la británica Hello! pagaron 14 millones de dólares por los derechos exclusivos de las primeras fotos de los gemelos de Angelina Jolie y Brad Pitt. Quienes se lucran no siempre son terceros, casos como el de Jolie y Pitt sobresalen, pero de los más interesantes existen bajo el radar de los medios, situaciones en las que una celebridad tiene su propio papparazzo contratado para tomar fotos planeadas y controladas.
Tal vez esto sirva como consuelo para las masas, considerar que es sumamente posible que las idílicas fotos que revelaron el romance de Taylor Swift y Tom Hiddleston fueran planeadas, así cabe pensar que las fotos de los nadie que somos todos los demás no sean tan insignificantes, porque tal vez la perfección que nos venden no es más que otro producto empaquetado. La estrategia de la escenificación es brillante, otorgando control y dinero a quienes son las supuestas víctimas de las cámaras.
Inadvertidamente se crea un estilo dentro de esas fotos tomadas bajo presión, acosando a alguien que no quiere ser fotografiado. Entre las estrategias prevalece la de asumir un escondite y robar la imagen. Fotos en las que hay preocupación por todo menos por la calidad estética como fotografía, lo que prima es que la celebridad en cuestión pueda ser identificada, una vez superado ese requerimiento, todo vale.
Alineada a ese modo de considerar la imagen opera la artista Alison Jackson, sus fotografías buscan mostrar escenas cotidianas de personas famosas, situaciones que nos imaginamos pero nunca hemos podido observar. Jackson considera que las celebridades son percibidas como seres bidimensionales, sólo accesibles mediante medios impresos o televisivos, esto facilita que la identidad sea suplantada, especialmente si el reemplazo nos revela algo que deseamos ver.
Algo que Jackson entiende y domina con precisión es la estética de las fotos que quiere recrear, la falta de calidad, la aparente lejanía, esas capas que hacen que la acción parezca oculta, algo que no debería hacerse público.
Una de sus fotografías más fuertes es la de la princesa Diana con Dodi Fayed y un bebé. Es de las pocas que no recurren a la estética del paparazzi oculto, se trata de un retrato familiar cálido que revela una fantasía perdida en la tragedia.
La eficacia del trabajo de Jackson es soportada por elecciones simples pero cruciales, la frontalidad de la foto de Diana y Dodi Fayed se antepone a la cualidad lejana y prohibida de sus fotos más recientes, en las que imagina a Donald Trump en situaciones vulgares y ridículas, algunas incluso altamente controversiales como la que lo muestra posando junto a miembros del KKK. La valentía de Jackson es incomparable, ante la negativa rotunda que recibe de los medios por esas imágenes, ella misma asume la labor de publicarlas, parte protesta, parte desafío.
“Es como una nueva religión popular.” dice Jackson acerca del culto a las celebridades. La veracidad de una fotografía no es el centro de atracción, el potencial emocional es lo que pesa, la posibilidad de proyectar fantasías a la imagen fetiche. Las imágenes religiosas hacen eco en los afiches de celebridades como objetos de deseo, ahí reside el culto, en un deseo imposible, espejismos seductores que aluden a un mundo intocable para la persona del común. Alison Jackson nos entrega imágenes que ya existían en la mente de todos pero necesitaban ser materializadas, ella dispone un puente con el que recuerda lo frágil que es la percepción cuando se lee algo que genera dudas racionales pero a la vez es deseado profundamente, su postura como artista consigue mantener el pacto ficcional que asumen sus espectadores, recuerda el poder tremendo de la fotografía como medio de espejismos y verdades elegidas.